11.7.14

¿El fin justifica los tiros?

 
Me preguntan por mi posición ante la lucha armada, que fue el procedimiento de elección de buena parte de la izquierda para alcanzar el poder durante la mayor parte de los siglos XIX y XX.
Nunca simpaticé con la lucha armada en abstracto. Aún siendo muy joven y admirando con reservas al Che Guevara o a los héroes militares inevitables del panteón mexicano como José María Morelos, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria o Pancho Villa (éstos últimos a quienes sigo admirando por ciertas acciones, pero con las mismas reservas), me resultaba claro que la violencia activa raras veces consigue sus objetivos y al final la revolución francesa deviene bonapartismo y la de octubre crea a Stalin y sus huestes de dictadorzuelos, y la Gran Marcha se derrumba en la masacre ignorante del Gran Salto Adelante y en el genocidio ideológico de la Revolución Cultural. Y la revolución mexicana nos deja con un sistema cuyas profundidades de miseria moral, desprecio al otro, abuso y ofensivo caciquismo no tiene medida ni final.

Y los que generalmente ponen los muertos, cuando alguien decide que le viene en gana hacer la revolución, son los inocentes. O los más inocentes. Desde el soldado o policía víctima del "revolucionario" en misión sagrada hasta el ciudadano demócrata y libre, víctima de la intensificación de la represión paranoica del poder. Esas vidas son una moneda que no es propiedad de nadie para usarla en el pago de sus mejores intenciones. Pagar con la vida de otros es esencialmente inmoral. Siempre me lo pareció así.

La violencia es para cuando hay que defenderse del violento. No soy pacifista radical en ese sentido, ni mucho menos católico de poner la otra mejilla. Creo que los límites que vivieron, por ejemplo, los vietnamitas en la guerra que acabó en 1975 o los países invadidos por el nazismo o la República Española bajo asedio, llevan a la obligación de defenderse porque dejarse matar tampoco es una opción razonable. Pero no creo que eso sea extrapolable a la comodidad ideológica que todo lo convierte en asunto de vida o muerte y se pone a repartir muerte.

Me tocó crecer en una época en que la revolución armada era artículo de fe de casi toda la izquierda. Sus referentes eran la URSS, China, Cuba, y luego Nicaragua (esa Nicaragua que acabó saqueada por los comandantes sandinistas, que resultaron los más voraces y los más neoliberales y los más ladrones gobernantes que padeció ese pobre país centroamericano, esa Nicaragua a cuyos líderes conocí y cuya indolencia ante la muerte me sacudió de modo memorable). Y, claro, en Guatemala había caído Arbenz porque no se recurrió a la violencia. Y, claro, Allende cayó 20 años después porque no se recurrió a la violencia. La violencia era incuestionable, salvo por algunos pocos que no nos ganábamos con eso las simpatías de los ortodoxos. Que sí, había trotskistas y estalinistas, castroleninistas y gramscianos, y se rompían los dientes a la menor oportunidad, pero estando todos de acuerdo en que la revolución se hacía a tiros y la duda era cuándo, con qué dinero y bajo la dirección de cuál vanguardia.

Yo, a los 17 años, convocaba un "Frente de deserción" en el que nos reuníamos varios que teníamos la mejor disposición de desertar de cualquier ejército, regular o irregular, que nos llamara a las armas.

El tiempo enfrió los ánimos revolucionarios. El tiempo y las acciones armadas que se llevaron a lo mejor de varias generaciones, hombres y mujeres, generalmente jóvenes, que se sacrificaron creyendo realmente que iban a hacer un mundo mejor. Entre ellos, buena parte de lo mejor de mi generación, gente noble, que creía que estaba haciendo el bien mientras hacía el mal y acababa muerta llevando en la mano un fusil financiado por la URSS o China... gente que mucha falta nos hace hoy para dar la batalla por las mejores causas.

Doroteo Arango Arámbula - Pancho Villa
Hoy en día, tanto en México como en Argentina y España, tengo muchos amigos que luchan en la izquierda mediante la vía democrática, la lucha social y el activismo político... y que condenan el terrorismo en sus versiones más recientes, en particular a ETA. Recuerdo a más de uno de ellos el día en que ETA asesinó a Miguel Blanco, con cara circunspecta y guardando silencio en una España horrorizada o, quizá, cansada ya de tantos muertos con tan poco sentido. Luego indignados con el asesinato de Isaías Carrasco a manos de los mismos miserables. Era un "ya basta, que esto no va a ningún lado".

Y sin embargo sé, porque son mis amigos, que algunos de ellos siguen teniendo la fascinación de la violencia. Que su retirada es, digamos, temporal y circunstancial, asunto contingente, no cuestión de principios. Como dirían dos caudillos del nuevo partido, "la violencia es diferente según contra quién se ejerza", con lo que todo lo pueden relativizar. Todo.

Por eso ante las FARC, por ejemplo, suelen mirar para otro lado. Y suelen darles un espacio para que hablen, y hay solidaridades claras, por pudorosas que sean...

Uno de esos amigos, queridísimo, que condenó muchas veces los asesinatos de ETA en mi presencia, llegó a mi casa en México un día de mediados de la década de 1990, acompañado de tres personas. Los llevaba porque deseaban pedirme que yo, como periodista aunque de poco peso en la opinión nacional, diera mi apoyo a su justa causa. Eran tres abogados vascos, abogados de los etarras. Más que abogados, era obvio, eran gente de ETA, parte de la organización, que compartían estrategia, táctica e ideas con los terroristas que se pensaban revolucionarios; profesionales jurídicos y políticos cuyo objetivo era facilitar la lucha armada hasta la consecución de sus logros, no sólo garantizar los derechos legales de los procesados.

Se sentaron en mis sillas, se tomaron mi café, apagaron sus cigarrillos en mis ceniceros, sonrieron mucho y me dijeron que, si yo aceptaba su apoyo, ellos me darían abundante documentación para argumentar el caso de ETA ante el público mexicano. No me ofrecieron nada, acaso se deslizó muy tenuemente la posibilidad de publicar alguna de mis novelillas en una editorial que también simpatizaba con el grupo terrorista o era parte de él, pero no puedo decir que se me ofreciera un intercambio ni un soborno, no... se invocaba mi solidaridad como hombre de izquierda, mi compromiso con un mundo mejor, mi postura combativa en la prensa mexicana, siempre que podía, contra la injusticia y las violaciones de los derechos básicos, y en favor de la libertad.

Les dije que lo pensaría y les llamaría. Los acompañé a salir. Para cuando cerré la puerta ya lo había pensado. Y lo que pensé fue que no les llamaría. Nunca. Por ahí deben estar (quizá en la biblioteca que aún tengo en México y que estoy por rematar), sus tarjetas de visita. No recuerdo sus nombres. No sé si alguno de ellos está entre los procesados de estos días. No importa.

Tengo amigos que siempre han simpatizado con la lucha armada. Algunos han hecho sentidas biografías de uno u otro líder militar o expresan su admiración sin reservas apenas tienen oportunidad. Viven grandes batallas vicariamente y sin el dolor, el olor de la muerte ni la desesperación del que siente que se le va la vida. Es la épica cinematográfica que supone que cuando cierran el libro, como cuando el director dice "corte", los caídos se levantarán y seguirán su vida porque el dolor leído es abstracción sin sensación. Romanticismo irresponsable.

Varios amigos, conocidos y colegas que han sido parte de mi experiencia vital son personas que tomaron las armas en su momento, en México y en Argentina. No son malas personas, no sé si se cobraron vidas, pero los he escuchado justificando sus acciones. No puedo compartir su posición. (Excluyo, por lo ya dicho, a los que las tomaron defensivamente en la Guerra Civil Española y a quienes los apoyaron, a los maquis franceses y a los resistentes holandeses cuyas manos he tenido, ahí sí, el gusto y el honor de estrechar. Y excluyo a amigos míos que, como jóvenes estadounidenses, se hicieron veteranos de Vietnam, enviados casi de niños a una guerra absurda que sobrevivieron pagando precios elevadísimos.)

Tengo amigos que nunca han tirado una piedra pero que hablan con cariño de alguna acción violenta de tal cura, de tal médico, de tal anarquista, de tal comando, de tal camarada y de tal o cual organización que atacaron con éxito al enemigo. Al otro extremo conocí en persona a los dos, por entonces ya casi ancianos, principales sospechosos del asesinato de Robert Sheldon Harte, el secretario y guardaespaldas de Trotsky que fue secuestrado y ejecutado después del atentado caótico y fallido que organizó el pintor David Alfaro Siqueiros en México contra el líder soviético, con el apoyo de muchos conspiradores estalinistas... a varios de los cuales también conocí cercanamente sin proponérmelo. Más de uno veía con simpatía también a Mario Ramón Mercader Del Río, el asesino de Trotsky en el segundo atentado.

El piolet con el que Mercader asesinó a Trotsky, en una exposición en Filadelfia. (Imagen CC de Jack Donaghy, via Wikimedia Commons)
Por todo esto sé que simpatizar con la lucha armada o con la violencia no implica como requisito gritar "Gora ETA", no. Y menos en los tiempos que corren, cuando cualquiera que no haya vivido en una cueva los últimos 50 años sabe que un "Gora ETA" es un suicidio político salvo en ciertos entornos muy bien acotados y lejos de miradas indiscretas. Es un asentimiento de comprensión pudorosa.

Claro que la izquierda que soñó con llegar al poder por la vía de la fuerza hoy rechaza el terrorismo, y no tiene problemas en condenarlo. Lo que a mí me preocupa son los -muchos- que dicen "pero". El terrorismo es malvado, pero... La lucha democrática es el mejor camino pero... Las armas no son el camino aquí y ahora pero... Condenamos la violencia armada pero... Los que dicen lo que hoy es políticamente correcto, convencidos o no, nadie sabe, con toda la contundencia que se les pueda pedir, sin duda... pero dejando la puerta emparejada, por si acaso cambian las condiciones y vuelve a resultarles aceptable moralmente asumir la lucha armada y aspirar a ganarse un lugar en las camisetas del mañana...

Prefiero a los arrepentidos de verdad. Incluso a los que nunca se arrepintieron y creen que el error no es usar la violencia, sino perder.

Los otros, los hipócritas y los pacifistas de ocasión no son de mi equipo. Los que dicen una cosa y la otra según la compañía, según el cálculo político, según la conveniencia, siempre me dejan la idea de estar simplemente al acecho... como el ladrón arrepentido que por mucho que afirme su cambio y se muestre reinsertado socialmente, yo no dejaría a solas al alcance del patrimonio familiar.